-Tal como dije: lo prometido es deuda –y Robert puso la modesta carpeta sobre el escritorio de Christine, en el pequeño despacho del cual disponía su departamento.
-Aún después de tantos años, me sorprende la habilidad con la que consigues desempeñarte con tanta rapidez, y precisión.
-Querida, si alguien no escuchara, pensarían que me halagas por el sexo –Christine le dirigió una mirada aniquiladora, con lo que Robert borró un poco su sonrisa, y desvió la mirada.
-¿Esto es todo lo que tienes que entregarme?
-Así es –Robert aún miraba a la pared de al lado.
-En ese caso –y sacó de la cartera 500 dólares, en efectivo, y se los dio a Robert-, puedes irte.
Apenas Robert tomó el dinero, salió de la modesta oficina, y la secretaria, Katie, entró al despacho llevando en la charola de plata una taza de té, que puso junto a la carpeta que Robert acababa de entregar.
-Gracias –dijo Christine, mientras Katie se retiraba cerrando la puerta tras de sí. Christine dio un pequeño sorbo a la taza, y se dispuso a leer.
Lo que encontró, si bien era algo común, inclusive entre los estándares en los que se movían los asesores financieros, dejó a Christine un poco nerviosa, y sorprendida.
Dentro del informe, había cosas comunes para la gente que disponía de dinero: gastos excesivos en alcohol, reservaciones en hoteles caros, mujeres por todos lados, y un apetito sexual un poco alarmante. Y aún así, no había nada fuera de lo común. Nada, excepto por las mujeres, y aquella que se hospedaba en esos momentos, en el penthouse.
Era común que los adolescentes ricos (porque para Christine, Jacoby seguía teniendo mente de adolescente) se dividieran en dos grandes grupos: los que tenían novia, y los que tenían prostitutas.
El primer grupo era sencillo: tenían una novia igualmente de rica y poderosa, hermosa y plástica como todas, con las que eran felices y no se metían en problemas. El otro grupo, simplemente acudía a los barrios bajos de la ciudad, se llevan una prostituta, quizá dos, tenían el sexo que de haber tenido novia hubieran practicado en las noches, y por las mañanas, dejaban el dinero junto a ellas, y se marchaban sin más.
Esos eran los dos grandes grupos en los que podía clasificar a Jacoby, dada su sonrisa carismática, mirada alegre y aura de “no rompo ni un plato”. Pero Christine sabía (y suponía que Robert sospechaba lo mismo), que por dentro, Jacoby Williams era completamente diferente.
La chica que ocupaba el penthouse (de la cual desconocía su nombre) calificaba perfectamente para ser novia de Jacoby: era hermosa, se veía a simple vista que era rica, y no dudaba que fuera poderosa entre los altos círculos de aquella sociedad tan cerrada de Manhattan.
Y aún así, la corta llamada telefónica que había escuchado entre aquella chica de cabello negro y Jacoby, la había desconcertado: el simplemente no quería reunirse con ella. Christine lo sabía muy bien, Daniel había aplicado en su caso algo parecido, cuando intentaba zafarse de las fiestas a las que Christine acostumbraba llevarlo.
Christine dio un largo suspiro, dio un trago a su taza de té, apartó el sobre de su alcance, y se puso a pensar. No dudaba que Leopold había juzgado bien la capacidad laboral de aquel “protegido” suyo, eso lo sabía perfectamente bien. La diferencia entre Leopold y ella, era que Christine necesitaba saber todos los detalles que pudiera sobre sus empleados, era por eso que desde hacía muchos años, Robert trabajaba exclusivamente para ella. Robert era su mina de información, y de cierto modo, su motivo del éxito. Robert se encargaba de revisar los historiales de los futuros empleados de Talasha & Co., dejando de lado aquellos que tuvieran problemas maritales, legales, cualquier cosa, por mínima que pareciese, y que pudiese afectar el desempeño de la compañía.
Y aquella extraña presencia de la chica de cabello negro que vivía en el penthouse, dejaba a Christine algo inquieta. No quería desconfiar del juicio de Leopold, el chico seguramente era el mejor en su área, pero tal como Robert había sentido apenas lo vio, Christine supo en ese momento que el chico ocultaba algo.
Así que no le quedó de otra más que abrir nuevamente el informe, mientras marcaba el número de Robert, en su acostumbrada marcación rápida.
-¿Ocurre algo con mi reporte, querida? –preguntó Robert, apenas contestó el teléfono.
-No, para nada –respondió Christine, mientras no retiraba los ojos de la hoja número 3-. Sólo para pedirte un nuevo trabajo.
-¿De quién se trata esta vez?
-La señorita, Alesana Capulet.
-La cual te aseguro que desde hace mucho años ya no es señorita –Robert rió por lo bajo. Christine no respondió. Robert dejó de reír -. ¿Quieres el informe mañana a primera hora?
-Si no es mucho pedir.
-Sabes que puedo tenerlo listo para esta noche.
-Prefiero tenerlo listo junto al periódico de la mañana.
-¿Y el pago?
-Nuevamente la mitad.
-Pero querida, si esta vez a la que le interesa es a ti.
-Cumpliría con tus términos si no supiera que ya as investigado tu esto.
-Me conoces tan bien…
-Es más, conozco tu entretenimiento de coleccionista de información ajena –Christine se levantó de su sillón, y se asomó por la ventana, mirando a la calle.
-¿Y eso que define en esta conversación?
-Tendrás el enorme placer de contármelo cara a cara. Y si, te sigo esperando mañana a primera hora.
-Sera un placer contarte todo lo que se. Hasta mañana entonces…
Y Christine colgó antes de que Robert pudiera añadir su usual “querida”. Aún con el teléfono en mano, Christine contempló un poco más la calle que se encontraba frente al edificio. Suspiró. No quería problemas con la compañía, no cuando por fin cumpliría su sueño de expandirse en Europa. Pensó en Leopold Hudson, quien hasta hacía poco desconfiaba de los americanos. Leopold no había mentido, desconfiaba de los americanos, y Christine, a pesar de ser una, desconfiaba también. No solo eso, los odiaba.
Y era por eso su ilusión tan grande de expandirse a europa. Necesitaba dar pasos pequeños, pero seguros, para después poder irse a lo grande, dejar su banco americano en manos de un buen asesor, o mejor aún, cerrar, y dedicarse completamente a su emporio, en europa.
Christine soñaba en grande. Se despediría por siempre de aquel país que tanto odiaba, y comenzaría una nueva vida, quizá en París, quizá en Verona. Suspiró nuevamente, y se alejó de la ventana. Si no hubiera sido porque se encontraba 15 pisos arriba, hubiera podido ver el largo cabello negro de Alesana Capulet ondear allá abajo.
Pero en ese momento Jacoby y su novia, o lo que fuera, ya no le interesaban. Tenía una cita pendiente en la corte, con su “queridísimo” Daniel.
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