Chapitre 5
Parmi les arbres
No habían dado los caballos más de una docena de pasos, cuando se escuchó un gruñido. La campesina, Roberto y la reina aguantaron la respiración, y los caballos se detuvieron en seco. El gruñido volvió a repetirse.
-Creo que…
-¿Roberto? –dijo la campesina en un susurro asustado-. ¿Se puede saber que haces?
-Pero si es… ¡Ah!
-¡Sube a ese caballo inmediatamente! –susurró la campesina, quien estaba dispuesta a hacer correr al caballo a todo galope, en cualquier momento.
Roberto, por su parte, se había bajado del caballo, y caminaba a tientas en la oscuridad. El gruñido volvió a oírse de nuevo. Seguido por el ruido, caminó hacia un árbol cercano, y se hincó. Apoyó las manos en el piso lleno de hojas, y miró entre las raíces salidas del árbol. La campesina se movió nerviosamente, y la respiración de la reina se agitó un poco.
Y un par de segundos después, el gruñido se convirtió en un pequeño llantito de felicidad, y Roberto se incorporó lentamente, dando la vuelta y mostrando a la campesina, y a la reina, que entre los brazos no llevaba otra cosa más que un pequeño cachorro de Husky.
-Hola, Rex –dijo Roberto al animalito, mientras acariciaba su cabeza.
-Si no quieres que nos descubran –dijo la campesina, un tanto menos alarmada-, calla a ese animal, sube al caballo, y vámonos de aquí.
Roberto así lo hizo, con una enorme sonrisa dibujada en el rostro. Sabía que a la princesa Amelié le daría mucho gusto ver que su cachorro favorito seguía sano y salvo.
La campesina era quien dirigía el camino, llevando ella su caballo por delante del que iba Roberto, aún abrazando al cachorro. La reina parecía no sentirse muy cómoda al cabalgar por detrás de la señora, pero no decía nada, ya que estaba muy cansada. El camino había zigzagueado un par de veces: un poco en dirección norte, luego al oeste, más tarde al sur, y de nuevo al norte… Parecían no tener un punto fijo, lo cual animaba a Roberto: sería muy difícil seguirles la pista.
Se acercaron un poco al un pequeño lago y después de desayunar rápidamente, llenaron las cantimploras con agua cristalina, y siguieron cabalgando hasta que llegó el medio día. Tal como la campesina dijo, se apearon, amarraron a los caballos, se escondieron entre ramas de los árboles que ellos mismos arrancaron, y durmieron toda la tarde.
Cuando la campesina los despertó, estaba anocheciendo. Entre ella y Roberto se dispusieron a romper las ramas en trozos más pequeños, y a desperdigarlas por todo el lugar, para dar la ilusión de que el follaje se había caído por sí mismo. Cuando consideraron que el lugar estaba bien disimulado, y daba la impresión de jamás haber sido descubierto por algún humano, volvieron a subir a los caballos, y reemprendieron el viaje, esta vez, con dirección al sur.
Y así, el viaje siguió de este modo, durante una semana más. Al cabo de 7 días después, la campesina (que poco a poco se iba acercando a sus terrenos) dirigió a los caballos hacia su cabaña. Llegaron alrededor de medio día, y mientras la pequeña Amelié guardaba los caballos en el granero (con Rex brincando y ladrando entorno suyo), dejándolos comer un poco de paja. La campesina tuvo que llevar en brazos a la señora, mientras que Roberto arrastraba el saco café, ya vacío. Los tres, se encontraban agotados.
Amelié corrió así a la cocina, a prepararles algo de comer. El desayuno fue modesto, ya que la niña tenía miedo de quemarse con el pequeño fuego que comúnmente ardía en la cocina, por lo que la campesina, Roberto y la señora tuvieron que contentarse con un poco de leche algo vieja (pero no mala) y un poco de pan duro, untado con mantequilla aguada. Pero a ellos no les importó, se encontraban tan cansados que no le encontraron sabor a la comida, y apenas terminaron, se durmieron inmediatamente.
Habían pasado unos cuantos años desde que la campesina y Roberto habían salvado a la reina, y la habían llevado a la pequeña granja. Y el paso del tiempo sí que había cambiado bastantes cosas. Para empezar, la reina había abandonado (en cierto modo) su egocentrismo, y había dejado de ser un poco altanera y mandona: al menos con la campesina. Y todo se había debido a una plática que había tenido con Roberto, apenas un día después de que llegaron a la seguridad de la cabaña.
-Tiene que entenderlo –le había dicho a Roberto, mientras él y la reina platicaban en un lugar donde no podían ser escuchados-. La princesa Amelié y yo llegamos aquí por casualidad. Conocimos a Marie (que así se llamaba la campesina) y accedió a ayudarnos a rescatarla, su alteza. Pero no podemos decirle a Marie quien es en realidad usted, y tampoco sobre la princesa Amelié. Piense en lo peligroso que podría ser eso.
-No comprendo el punto al que quieres llegar –dijo la reina, con altanería.
-Lo único que sabemos de Marie, es que está en contra de los caballeros negros que atacaron el reino, pero no podemos saber si ella piensa igual a las personas que mandaron a esos caballeros. Es decir, ¿cómo podemos estar seguros de que ella nos entregará a las personas que ocasionaron todo esto? Y aunque fuera así y Marie fuera el enemigo, ¿podríamos sobrevivir sin ella? Nos proveerá de comida, agua, ropas y un lugar para dormir seguros por las noches. Ella es la que decide qué pasará con nuestras vidas, y dependemos de ella, completamente.
La reina se mordió el labio. Comprendía a la perfección lo que estaba pasando. Aún así, Roberto continuó.
-Lo único que podemos hacer por el momento, es confiar a ciegas en ella. Es seguir aquí, viviendo bajo su techo, y bajo sus órdenes. Sé que el rey le ordenó que corriera al reino vecino, pero estamos en medio de la nada, y a no ser que encontremos un modo de llegar a él, seguiremos aquí atrapados fingiendo no ser más que unos simples sobrevivientes de una desgracia, esperando…
Amelié había sido un poco más comprensiva que su madre, y había entendido las palabras de Roberto, acerca del anonimato que debían de llevar, a la primera. Ahora, Amelié era una linda chica que acababa de cumplir los 20 años, tenía el cabello negro largo, comúnmente suelto, era un poco alta, pero no mucho, y su cuerpo había adoptado una silueta casi perfecta. Amelié disfrutaba de largas caminatas cerca de la orilla del río, acompañada de un enorme perro al cual llamaba cariñosamente Rex. También le encantaba ayudar a Marie en las tareas de la casa, sobre todo en la cocina. Roberto, por su parte, se había convertido en un muchacho muy alto, bastante bronceado por el sol, con una musculatura respetable, debido a los largos tiempos en que se dedicaba a cuidar el campo. Podía pasar las tardes enteras arando el campo con ayuda de los caballos, o cuidando a las vacas mientras pastaban, o recogiendo el trigo, el arroz y el maíz para llevarlos a la cabaña… La campesina se dedicaba a supervisar el trabajo de los jóvenes, y la reina… ella decía que sufría de grandes ataques reumáticos y acostumbraba pasar las tardes acostada en su cama, o afuera en el pórtico, dándose un poco de aire con un abanico.
Esa tarde, en particular, la señora (como la llamaban los jóvenes y Marie) se encontraba supervisando a Amelié, quien se encontraba colgando la ropa recién lavada. La señora se mantenía con los ojos cerrados, dejando que la leve brisa de la primavera la refrescara. Amelié tarareaba lentamente una canción, y a lo lejos, se escuchaba a las vacas rumeando, mientras Roberto las cuidaba de que no se escaparan.
Amelié terminó de colgar la ropa limpia, y llevó el canasto vacío de vuelta a la parte de atrás de la cabaña, y lo puso junto a la puerta que llevaba a la cocina. Se estiró y miró al campo, donde podía ver la lejana silueta de Roberto, quien seguía junto a las vacas pintas. Sonrió para sí misma, y entró a la cabaña, donde encontró a Marie, cuidando de la sopa que comerían esa noche.
-¿Necesitas ayuda? –preguntó la joven. Marie volteó a verla.
-No –respondió-. La sopa solo necesita calentarse un poco más, y estará lista.
-Parece ser que he llegado un poco tarde –dijo Amelié un tanto triste-. En ese caso… ¿no hay problema en que vaya a caminar un poco a la orilla del río? –preguntó esperanzada. Marie sonrió.
-Claro que no, pero vuelve pronto. La comida estará lista dentro de muy poco.
Amelié se encontraba con los pies sumergidos dentro de la fría agua del río, mientras los movía para hacer un poco de espuma. Rex, por su parte, se encontraba brincando haciendo más chapoteadero de agua, mientras intentaba atrapar una mariposa. Amelié se reía, mientras la suave brisa revolvía su largo cabello negro. Un par de minutos después, escuchó a su estómago emitir un ligero ruidito a causa del hambre, y consideró que la sopa seguramente ya estaría lista, por lo que sacó los pies del agua, y se pudo de pie.
Le esperaba una caminata de alrededor de 15 minutos, por lo que tendría ya mucha hambre al llegar a la cabaña. Estaba por decirle al perro que la siguiera, cuando el animal se puso muy rígido de repente, y empezó a gruñir hacia algo que se encontraba al otro lado del río.
-¿Rex? –preguntó Amelié, pero el perro siguió gruñendo, sin desviar la mirada. Amelié se acercó un poco al animal, y miró en dirección hacia donde el perro no retiraba la vista. Entonces vio como los arbustos del otro lado del río se movían.
De entre ellos, surgió un enorme caballo blanco, con un jinete elegantemente vestido sobre su lomo, el cual tenía el arco en sus manos, y además, tensionado. Amelié ahogó un gritito, gritó “Rex” con todas sus fuerzas, dio media vuelta y salió corriendo, mientras el caballo hacía lo mismo. Rex ladró estruendosamente, dio un gran brinco y se prendió del pecho del caballo, el cual se paró en sus patas traseras, haciendo que el jinete perdiera el equilibrio, y cayó hacia atrás, disparando la flecha que su arco había mantenido tensa hasta hacía un par de segundos. La flecha atravesó el borde del vestido de Amelié, dejándolo clavado en la tierra, impidiendo a Amelié huír.
Nadie vió el conejo blanco que salió corriendo lejos de ahí, y que prontamente se escondió en el bosque.
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