The Gringotts

Entra, desconocido, pero ten cuidado

con lo que le espera al pecado de la codicia,

porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,

deberán pagar en cambio mucho más,

así que si buscas por debajo de nuestro suelo

un tesoro que nunca fue tuyo,

ladrón, te hemos advertido, ten cuidado

de encontrar aquí algo más que un tesoro...


29 de diciembre de 2010

La Mademoiselle Et Le Prince: Chapitre 4

Chapitre  4
 Le Sauvetage

La campesina los hizo pasar dentro de la pequeña casa, les dio un calientito desayuno, y prometió que les haría ropas nuevas, puesto que las que traían estaban muy sucias y gastadas. Los pequeños dijeron que sí a todo. Se comieron el desayuno en silencio, tomaron la leche recién ordeñada y trataron de no hacer gestos extraños, ya que no estaban acostumbrados a su sabor. Después de que el desayuno terminó, se movieron a la pequeña sala, y sentados en el piso, procedieron a dibujar un mapa de los alrededores.

-Estoy segura de que no se quedarán dos noches en el mismo sitio. Al parecer llevan dirección al norte, las pisadas de sus caballos los delatan, así como los restos que van dejando de sus alimentos y de las fogatas –explicaba la campesina, a los dos niños-. Yo digo que han de haber avanzado unos 10 kilómetros, a partir de ayer. Así que debemos movernos rápido.

Y dicho esto, se puso de pie de un brinco, tomó un saco café que se encontraba en una silla cercana, y salió de la casa. Los dos niños la siguieron. Cuando estuvieron afuera, la vieron subir al caballo, sosteniendo el saco con una mano, y la otra extendiéndola hacia los niños.

-Sólo puedo llevar a uno de ustedes, y prefiero que sea el varón.
-Me llamo Roberto –dijo mientras extendía su mano, y con ayuda, subía al caballo-. Ella es Amelié.
-¿Y por qué tengo que quedarme yo? –preguntó la princesa.
-Porque es muy peligroso para una niña tan pequeña como tú.
-Mañana cumplo 12 años –se defendió ella.
-Perfecto, si volvemos con vida, te hornearé un pastel.

La campesina le dio un golpe al caballo en el estómago, con lo que el animal relinchó, y se alejó galopando a toda velocidad.

El caballo corrió durante todo el día. Apenas y descansó un par de minutos, un par de veces. Poco después de medio día, llegaron a donde el campamento de los caballeros de armadura dorada se había colocado la noche anterior, de donde la campesina se había robado el caballo. Pudieron ver cerca de ahí, una tumba improvisada, para el caballero que la campesina había degollado, prácticamente.

Se detuvieron un momento ahí, buscando en dirección norte, el rastro que indicara hacia dónde habían marchado exactamente. No fue difícil encontrarlo, a un descuidado se le había caído el cuchillo pocos metros más adelante, en dirección norte-oeste. La campesina y Roberto subieron al caballo, y siguieron el camino.

Había anochecido hacía ya un par de horas. El caballo ahora solo caminaba, lentamente, mientras la campesina y Roberto contenían la respiración. Sabían que estaban cerca. Siguieron así, despacio y en silencio, lo que les pareció horas. De pronto, escucharon voces: risas y cantos. Detuvieron al caballo, y la campesina se apeó. Se acomodó la falda del vestido, y se internó en la oscuridad, en dirección al escándalo.

Regresó después de unos minutos.

-Ahí están todos –dijo-. Parece ser que tienen fiesta, por lo que he podido escuchar, les queda un día más de camino para llegar a su destino, y como ya tienen a la prisionera asegurada, parece ser que ya no tienen tanta prisa como antes.
-Entonces sólo tenemos esta noche como oportunidad, ¿no es así? –preguntó Roberto en voz baja, mientras bajaba del caballo.
-Así es. Pero, lo que no me explico, es por qué es tan importante esa prisionera –Roberto se puso pálido, pero la oscuridad que los envolvía hizo que la campesina no notara nada.
-¿Vamos a hacer algo parecido a lo que hiciste tú cuando robaste el caballo? –dijo cambiando de tema.
-Ah, sí, algo así. Es solo que aquella vez, escogí al caballero que estaba más alejado, esta vez, la prisionera podría asustarse de nosotros, y si hace ruido, despertará a todos y se darán cuenta de lo que está pasando.
-Pero dices que están de fiesta, pudiera ser que terminen tan borrachos que no noten nada.
-Esa es otra posibilidad, pero no debemos confiarnos. Ellos pueden matarnos sin dudarlo, es lo único que saben hacer: matar y cobrar.

Se quedaron dando vueltas alrededor del campamento. Las risas, los cantos y los gritos parecían no acabar nunca, y sin embargo, un par de horas después de la media noche, las voces fueron menos fuertes y los cantos habían cesado. Después de una angustiosa espera, el silencio casi total, se hizo presente.

Mientras la campesina amarraba al caballo en la rama de un árbol cercano, Roberto se introdujo en el campamento. La reina se encontraba prisionera en una especie de jaula para animales salvajes. Se encontraba dormida, recostada en los barrotes. Roberto introdujo una mano en la jaula, y la movió lentamente.

-Señora, señora… -dijo en susurros, mientras la zarandeaba despacio. La reina abrió lentamente los ojos. Parpadeó un par de veces, y entonces, entre la oscuridad, pudo ver a aquella pequeña figura que le hablaba-. Por favor, señora, no vaya a gritar –Roberto sacó la mano de la jaula lentamente, para que la reina se diera cuenta de que no planeaba hacerle daño.
-¿Quién eres? –preguntó ella en un susurro.
-Soy Roberto, el hijo de la cocinera –la reina estaba por formular otra pregunta, pero Roberto hizo un simple “shh” y ambos se quedaron callados.

Entonces, otra sombra se acercó detrás de Roberto, y sujetó su hombro firmemente. La campesina había llegado, y le tendía las llaves de la jaula.

-¿Cómo es que…?
-No pienso volver a matar –dijo la campesina-, así que más te vale que te des prisa, y lo hagas en silencio.

Roberto asintió, conteniendo el aliento, y procedió a abrir la jaula. Unos segundos después, la reina se incorporaba lentamente, y tras un movimiento de cabeza de la campesina, los 3 procedieron a alejarse del campamento.

-Eso ha ido más fácil de lo que jamás hubiera pensado –Roberto corría junto al caballo, mientras la campesina y la reina montaban en el animal, y se alejaban del lugar, aun envueltos en la oscuridad.
-Lo mismo digo yo, por tanto, no debemos confiarnos –la campesina dirigía al caballo en dirección al oeste, lo más rápido que podía. Se habían robado otro caballo, en el cual iban Roberto y el saco café.
 -¿Y se puede saber porque no vamos en dirección a la cabaña?
-Porque cuando esos caballeros de armadura negra despierten, se pondrán a rastrear para recuperar a la señora acá presente –y apuntó a la reina con un ligero movimiento de cabeza.
-¿Entonces vamos a despistarlos?
-Así es, nos tomará un par de días regresar a la cabaña, es por eso que he traído alimento, y agua –apuntó al saco café que Roberto llevaba detrás de él-. El problema está en que no sabemos por dónde empezarán a buscar, ni cuánto tiempo dedicarán a la búsqueda, no sé qué tan importante sea esta señora –la reina estaba por decir algo, cuando Roberto interrumpió.
-Lo mejor será seguir cabalgando hasta que amanezca, y deberíamos de descansar durante el día.
-Yo opinaría lo mismo, niño, pero necesitamos poner la mayor distancia posible. Seguiremos cabalgando hasta medio día, entonces descansaremos, y cuando caiga la noche, volveremos a movernos.

Y así, el resto del viaje siguió en silencio.

23 de diciembre de 2010

La Mademoiselle Et Le Prince: Chapitre 3

Chapitre 3
Refuge de nuit

La tensión se sentía en el ambiente. Amelié tenía miedo de respirar demasiado alto por miedo a que los descubrieran, y la reina, por su parte, permanecía con los ojos cerrados, como si esperara que al abrirlos, todo fuera una pesadilla y se encontrara a sí misma acostada en su cama con dosel, con el ventanal abierto de par en par.

Y sin embargo, los ruidos del bosque, junto con los cascos de los caballos, y el ruido del látigo, indicaban que todo era real. Se escuchó un lobo aullar a lo lejos. La princesa y la reina se abrazaron.

-Oh, no seas llorona –dijo la reina cuando finalmente se soltó. Amelié sollozó débilmente. Se escuchó una rama romperse a lo lejos. La princesa se sujetó del brazo de su madre-. Que te quites, te dije.

Se escuchó entonces un par de cascos de caballos. El paje detuvo la carroza. Algo andaba mal.

-¿Qué hace? –preguntó la reina al ver que se detenían en medio de la oscuridad-. Le he preguntado que qué está haciendo.
-Reina, ¿escucha eso? Parece ser que estamos rodeados.

La reina se puso de pie, lentamente. Súbitamente se había petrificado. Pudo escuchar las ramas que se partían bajo el peso de los caballos, y las voces de aquellos caballeros de armadura negra, que se camuflaban perfectamente entre aquella agobiante oscuridad.

-Señora… -susurró el paje-, señora, usted y la niña tienen que correr… Ahora.

Todo sucedió demasiado rápido. Una flecha atravesó el aire, rozando la cabeza de la reina, y clavando la corona en un árbol cercano. Los gritos de los caballeros resonaron por todo el lugar, mientras Roberto salía del portaequipaje, tomaba la cesta de alimentos con una mano, y el brazo de la princesa con la otra, y la jalaba bajo la carreta. La reina gritó al sentir rozar una flecha su brazo. El grito de Roberto se perdió entre el relinchar de los caballos, los cuales empezaron a correr en todas direcciones. La reina gritó nuevamente, Roberto salió de debajo de la carreta, y la jaló para ponerla a salvo, pero la reina se soltó de su agarre, y corrió sin dirección alguna.

-¡Van a matar a mi madre! –gritó Amelié, entre todo el alboroto.
-No podemos hacer nada, al menos tú tienes que salvarte –y Roberto sujetó a la princesa con mayor fuerza, corriendo en dirección contraria.

En ese momento se escucharon golpes de espada, y el paje y los sirvientes del palacio se bajaron a pelear contra los extraños caballeros de armadura negra. Aún así, aquellos eran demasiados, y los sirvientes fueron prontamente derrotados, cayendo en el piso haciendo crujir las hojas secas.

Roberto y Amelié se habían escondido entre las raíces de un árbol cercano. Desde dónde se encontraban, podían observar todo lo que ocurría, sin ser vistos. Fueron capaces de ver a la reina internarse en el bosque, a los sirvientes perder el conocimiento mientras se desangraban, y a los caballeros subir a sus caballos, e internarse en el bosque tras la reina.

-¿Qué pasará con mi mamá? –la voz de Amelié era simplemente un susurro, a pesar de que hacía ya un par de horas que el bosque se encontraba en calma.
-No lo sé… -fue la respuesta de Roberto. Tomó la mano de la princesa (los dos aún temblaban) y salieron lentamente de entre las raíces.
-¿Y qué pasará con nosotros?
-Dentro de poco amanecerá. Debemos de buscar un árbol que esté hueco, para que podamos escondernos en él. Quizá debamos buscar 2, y dormir cada uno en su propio árbol. Debemos viajar sólo de noche.
-¿Y a dónde se supone que vamos?
-A donde nadie nos encuentre.
-¿Y… y mi mamá?
-Cuando estés a salvo, volveré a buscarla pero… No prometo nada.

Aún tomados de la mano, caminaron durante un par de horas más. El sol estaba empezando a salir cuando encontraron un par de árboles huecos, donde entraron hechos bolita, y se acurrucaron para dormir un poco. Roberto durmió más amontonado, ya que el cuidaba la cesta de provisiones. Durmieron un par de horas. Aún así, no se animaron a salir de sus escondites hasta que el sol se puso y se hizo de noche. Fue entonces cuando comieron un poco, y empezaron a caminar.

Alrededor de la media noche, encontraron un río. Tomaron un poco de agua fría, y se lavaron la cara, para no dormir y poder seguir caminando. Decidieron que lo mejor era seguir el río, así que empezaron a caminar junto con él. El camino era pedregoso y aterrador. No se animaban a hablar entre ellos, por miedo a ser descubiertos. Así viajaron durante 2 noches, hasta que el 3er día, encontraron una granja abandonada, y entraron al granero. Dentro no había nada más que paja. Escondieron la cesta de comida (la cual ya casi estaba vacía) y se acurrucaron cada uno en un montón de paja. Y así durmieron esa noche.

A la mañana siguiente, Amelié despertó al sentir una extraña respiración entre su cabello. Roberto despertó por causa del grito que la princesa dio. Así, los dos se encontraron siendo observados por un par de vacas pintas. Roberto se apuró a alejar a la princesa de aquellos animales, antes de que le comieran el cabello, pensando que era paja. Entonces se escuchó un grito “¿Quién anda ahí?” y por la entrada, la luz del sol desapareció al quedar obstruida por la enorme persona que los miraba. Una campesina que llevaba sujeto un caballo negro.

Las miradas de los chicos y de la señora se cruzaron. Los ni{os gritaron (con lo que asustaron a las vacas) y mientras buscaban a tientas la cesta de provisiones, intentaban buscar alguna otra salida.

-¿Pero qué les pasa? –preguntó la campesina, mientras amarraba al caballo y lo dejaba comer paja a su gusto-. ¿Por qué gritan así?
-Usted… ¡Usted quiere matarnos! –gritó Roberto.
-¿Qué yo qué?
-¡Sí! Usted quiere matarnos –la mano de Roberto, temblorosa, apuntaba al caballo negro que se limitaba a comer paja.
-¿Y por qué apuntas al caballo si yo estoy acá? –la campesina se movió al otro lado del granero, tomó un sombrero plano, y caminó fuera. Extrañamente, los chicos la siguieron.
-Usted forma parte de esa orden de caballeros negros que quiso matar… -pero Roberto se quedó callado. Algo había visto en la cara de la campesina, que le indicaba que ella no sabía nada de nada. Así que, ¿por qué revelar quienes eran ellos en realidad?
-Mira mocoso, si yo quisiera matar a un par de niños porque durmieron en mi paja fresca, estaría yo loca. Hace años que no recibo visitas tan agradables. Si, es cierto, hace 2 noches llegaron esos caballeros negros que dices tú. Mataron a mi vaca más grande y robusta. La que me proveía de más leche. Es difícil vivir sola, ¿sabes? Así que, sí, los seguí y cuando armaron una revuelta y atraparon a aquella señora, esperé a que durmieran, y pues… No me enorgullece decirlo, pero degollé a uno de ellos, y robé su caballo. Y ahora tengo un caballo nuevo que puede arar el campo, y aún tengo dos vacas que pueden dar suficiente leche. Nadie se mete en mi territorio sin que yo lo sepa…
-¡Espere! –gritó Amelié, y miró a Roberto, con lágrimas en los ojos-. ¿Escuchaste eso? Una prisionera…
-Disculpenos señora –dijo Roberto en voz un poco baja, debido a que había agachado la cabeza-. Necesitamos su ayuda. Aquellos caballeros han saqueado nuestro pueblo, han quemado todo y matado a muchos. Sólo quedamos nosotros y, aquella prisionera.
-¿Y aquella prisionera que pinta aquí?
-Es mi madre –dijo Amelié.
-Por favor, ayúdenos a salvarla.
-No lo sé –dijo la campesina, mientras entraba a la casita de madera. Los niños la siguieron-. No me gusta meterme en problemas, pero siguen en mi territorio, y son asesinos…
-Por favor –Amelié tenía silenciosas lágrimas cayendo por sus mejillas.
-De acuerdo, los ayudaré.

12 de diciembre de 2010

La Mademoiselle Et Le Prince: Chapitre 2

Chapitre 2
Exilés

El nacimiento de la princesa Amelié, a su madre, la reina Rominè, no le había sentado nada bien. Si bien, la reina siempre había sido caprichosa, ahora lo era muchísimo más. Inmediatamente después del parto de la pequeña Amelié, se había negado a prestarle la más mínima atención y cuidados que la princesa pudiera necesitar. Se había negado a darle pecho, por lo que hubo que conseguir una madre sustituta. Se negó a alimentarla cuando la princesa dejó de tomar leche materna, y hubo que conseguir una niñera. Se negó a enseñarle a leer y a escribir, por lo que la princesa contó con una tutora.

Muchas mujeres pasaron por la vida de la princesa Amelié, conforme iba creciendo. Muchas damas, doncellas, mujeres en general, menos la reina. Solo se encontraba con su madre en las comidas, y cuando la familia real debía presentarse frente al pueblo, para dar anuncios a la ciudadanía.

Sin embargo, la princesa pasaba mucho tiempo en compañía de su padre, quien le cumplía todos sus caprichos. A pesar de que estaba muy mimada por el rey, la princesa no era para nada berrinchuda ni orgullosa, todo lo contrario, era la viva imagen de su padre: alegre, despreocupada y atenta a las necesidades de los demás. La princesa y el rey disfrutaban de largas caminatas por los jardines reales, mirando las flores y dando de comer a los conejos. La princesa tenía un caballo que el rey mismo le había regalado, pero al cual aún no la dejaban subirse por miedo a que le pasara algo. En cambio, podía jugar con los perros y el gato (al cual nunca se le acercaba porque le daba miedo).

En pocas palabras, puede decirse que la vida de la princesa era muy tranquila y alegre.

Pasaron los años, faltaba poco para que la princesa cumpliera 12 años. Todo el reino se estaba preparando para una gran celebración en honor a la princesa Amelié. Desde la corte, hasta los campesinos, pasando por la ciudadanía en general, se encontraban adornando el palacio y el pueblo para celebrar ese día de festejo real.

Una tarde, días antes de que ocurriera el festejo del 12vo cumpleaños de la princesa Amelié, esta se encontraba jugando en los jardines del palacio, con uno de los cachorros que acababan de nacer de la pareja de perros favorita de su padre, y su mejor amigo de toda la vida, el hijo de la cocinera, que tenía un año más que ella. El joven se llamaba Roberto, y sentía un gran amor por la princesa, quien había sido su única amiga durante toda su vida, ya que los otros niños del pueblo se burlaban de él porque era muy flaco y débil.

Esa tarde, la princesa Amelié y Roberto se encontraban jugando con el pequeño Rex, el cachorro de husky más bonito que la princesa hubiera visto nunca, su cachorro favorito.

-He escuchado que la noche de tu cumpleaños, bailarás el vals con un príncipe que viene de un reino lejano –dijo Roberto, como si no le diera importancia al comentario, desviando la mirada.
-Es lo que yo también he escuchado –respondió la princesa, quien borró la sonrisa de su rostro, y se sentó en la hierba. Roberto se sentó junto a ella-. No me hace mucha gracia tener que bailar delante de todo el pueblo, y de ambas cortes. Estoy segura de que los padres del príncipe aquel, los reyes de tales tierras lejanas, estarán presentes también. Tengo miedo –dijo finalmente.
-No te preocupes –la tranquilizó Roberto-, eres una bailarina excelente, y nada te sale mal nunca. Es solo que, estaba pensando… Que me gustaría que bailaras conmigo también –las mejillas de Roberto se pusieron coloradas-, ya sabes, como regalo de cumpleaños.

La princesa Amelié se rió en voz baja, y abrazando a Rex, se puso de pie. Revolvió los cabellos de Roberto, y prometió bailar con él una pieza la noche de su cumpleaños. Y sin decir nada más, ella y Rex, aún en sus brazos, entraron al castillo.

Sin embargo, aquella noche, ocurrió algo devastador. La princesa despertó abruptamente al ser zangoloteada por uno de los miembros de la corte. El lugar se encontraba completamente a oscuras, y se escuchaban los lloriqueos de Rex. La princesa se abrazó del cachorro, mientras que varios miembros de la corte entraron a la habitación, la bajaron de la cama, le pusieron la capa de viaje, y se la llevaron, aún envueltos en la oscuridad, hacia las escaleras de servicio.

Un par de gritos se escucharon en el aire.

-¿Qué pasa? –preguntó la princesa, asustada, pero nadie respondió-. ¡¿Qué pasa?! –preguntó más angustiada-. ¿Dónde está papá? –pero los lacayos siguieron sin contestar.
-¡Rápido! –dijo uno de ellos, mientras más gritos se escuchaban a lo lejos-. ¡Llévala por el pasaje que baja al primer piso –dijo aquella voz-. Hay una carroza esperando afuera, en el establo.

La princesa fue alzada en el aire por alguien más, y con Rex aún en brazos, aquel sirviente salió corriendo por el pasaje envuelto en oscuridad.

-¿A dónde me llevas? ¿Dónde está papá?
-Por favor, princesa, baje la voz, o nos descubrirán.
-¡¿Qué está pasando?!
-Princesa, ¿es que acaso quiere morir?

La pregunta flotó en el aire, dejando una estela de miedo dibujada en el rostro de la princesa. Se aferró más a Rex, y pudo sentir el rápido palpitar del cachorro. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo a sí misma. Y siguieron bajando el pasaje secreto, que los llevó hasta el establo donde se guardaban los caballos.

Mientras tanto, fuera del castillo, el pueblo, con todas sus casitas con techos de paja, se encontraba ardiendo en llamas. La gente corría por todos lados, presa del pánico, mientras que unos extraños caballeros, con armaduras negras, se abrían paso entre la debocada multitud, cortando cabezas aquí y acá, destruyendo casas y robando caballos y gallinas.

Un grupo de caballeros de armadura negra, aún montados en caballos negros, se abrió paso entre el caos, y precedió hacia el castillo. Los guardias intentaban detenerlos usando sus flechas y sus espadas, pero cayeron prontamente. Los caballeros negros entraron al castillo, y empezaron a saquearlo, matando a todo aquel que se interponía en su camino.

El rey y la reina se encontraban aún en sus aposentos. Varios miembros de la corte se encontraban ayudándolos a ponerse las capas de viaje, y apurándolos a que salieran de ahí.

-Ya vienen, su alteza –dijo el consejero real, con lo que el rey y la reina salieron corriendo, siguiendo a un sirviente, quien los condujo entre pasillos y pasajes secretos, para ocultarlos de los caballeros de armadura negra.
-¿Dónde está mi hija? –preguntó el rey, mientras la reina sollozaba detrás de él-. ¿Dónde está? ¿Alguien ha ido por ella?
-Sí, su majestad –respondió el consejero-. Su hija se encuentra esperándolos abajo, en la carroza. Deben darse prisa.
-No, vayan ustedes a ponerse a salvo, mi esposa y yo sabremos llegar.

El consejero y los lacayos se quedaron atónitos. Intentaron oponerse, diciendo que darían su vida por la de su rey, pero él se negó. Así que, entre los gritos de la reina y la desesperación de ésta, el rey y la reina se quedaron solos a medio pasaje secreto.

-Escucha, y escúchame bien –le dijo el rey a su esposa, quien intentaba dejar de llorar, tapándose la boca-. Tú y Amelié deben salir con vida del castillo. No vayan al pueblo, sigan por el bosque oeste, y encontrarán el reino vecino, si viajan durante 5 días seguidos.
-¿Es que acaso tú no vienes con nosotras? –preguntó la reina, asustada.
-No puedo, debo defender el reino. Así que escucha, yo sé que no amas a nuestra hija, pero ahora dependerá de ti que se encuentre bien. Debes protegerla hasta que encuentren el castillo del reino vecino, y traigan ayuda. Yo me quedaré aquí, podemos defendernos por un tiempo, pero necesitaremos la ayuda del rey y…
-¡No pienso dejarte!
-No te estoy preguntando. Tú y la niña deben huir. Sé que no me amas, pero yo a ti sí. Sé que esto fue solo un matrimonio por conveniencia, pero debes saber que yo si te amé, y te di todo lo que pude darte. Si alguna vez sentiste algo por mí, aunque sea agradecimiento por haber salvado a tu reino de la ruina y la miseria, sálvate a ti y a nuestra hija. No permitas que este reino se hunda.

El rey besó a la reina en los labios, y después de susurrar “te amo” nuevamente, la empujó para que recorriera sola el resto del pasaje secreto, y el volvió a sus aposentos, para tomar la armadura y la espada, y disponerse a luchar.

La reina prontamente bajó a los establos, donde varios lacayos se encontraban esperándola. La ayudaron a subir al carruaje, y dos de ellos subieron también, para protegerlas en caso de que los descubrieran huyendo, y fueran atacados. La cocinera llegó en ese momento, y le puso a la reina en el regazo un cesto con comida.

-Será un largo viaje –le dijo la cocinera, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas-. Espero que regresen con bien, y puedan salvarnos. Amelié –le susurró entonces la cocinera a la princesa-, cuida de Roberto, que él cuidará de ti…
-¿Qué? –preugntó Amelié, asustada-. ¿Pero Roberto, dónde está? ¿Dónde…?

Pero la princesa ya no supo nada más, porque en ese momento, los lacayos golpearon a los caballos, los cuales empezaron a correr, y la carroza se alejó del castillo, a toda velocidad, en dirección al bosque.

10 de diciembre de 2010

La Mademoiselle Et Le Prince: Chapitre 1

La Mademoiselle Et Le Prince

Chapitre 1
Un royaume loin, très loin

Había una vez, en un reino muy, muy lejano, en una tierra fértil y con grandes planicies de aire libre; con valles y bosques, montañas y praderas, cerca del mar azul turquesa, un reino prolífico que era gobernado por un benevolente rey, y su reina, una dama muy fina.

El rey y la reina vivían en un flamante castillo con altos muros y torrecillas elegantes. Su palacio estaba ubicado en lo alto de una montaña, y en él, habitaban tanto el rey y la reina, como su corte imperial. El castillo era un lugar tranquilo y alegre, y la gente del palacio, así como los pueblerinos y campesinos, eran personas sencillas y alegres.

Todos, excepto la reina.

El rey se caracterizaba por ser amable, bondadoso y por pensar en los demás, antes que en el mismo, al momento de tomar sus decisiones. Era de baja estatura y un estómago prominente. Su cabello era negro, pero ya mostraba zonas grisáceas, y su bigote gracioso, no lograba opacar sus enigmáticos ojos grises.

La reina, por otro lado, era cruel y fría. Alta y delgada, con una piel pálida, largo cabello rubio y ojos azules, gozaba de hacer sentir menos a los demás. Le gustaba ser siempre el centro de atención, y cosa que quería, la conseguía. La reina no tenía sentimientos por nadie más que por ella misma, y en ocasiones por el rey, pero esto sólo ocurría cuando se encontraba interesada en algo, y su esposo podía proporcionárselo. Aparte de eso, los reyes casi nunca cruzaban palabra alguna. Después de todo, lo suyo había sido un matrimonio por conveniencia para unificar dos reinos.

El rey y la reina tenían ya varios años de “dulce” matrimonio; sin embargo, la reina no había podido darle aún un primogénito al rey, más que nada a que la reina se negaba a ser madre. Por otro lado, el rey se encontraba ya preocupado ya que no tenía un heredero que ocupara su lugar cuando el muriera, y por más que intentaba convencer a su mujer, esta se negaba a darle hijo alguno.

Así pasaron varios años, hasta que, una noche de frío invierno, una anciana llegó al castillo, pidiendo refugio por una noche.

-Vengo de un reino muy, muy lejano –se explicó la anciana, quien temblaba a causa del frío intenso-. No tengo familia en estas tierras, y estoy solo de paso. Si su majestad, se tentara el corazón y le diera asilo a esta pobre vieja, solo por una noche, le pagaré con creces la ayuda extendida.

La reina inmediatamente se quejó y negó rotundamente.

-No puedes permitir que semejante pordiosera entre al castillo –le dijo al rey-. No es digna siquiera de mirar los altos muros, y no sabemos si es espía de algún reino enemigo. Que se vaya –dijo como última palabra.

Pero el rey, negándose por vez primera a las peticiones de su mujer, le abrió las puertas del palacio a la anciana, y la dejó entrar, colocándola en uno de los mejores aposentos que tenía el castillo. Ordenó que se le llevara comida y agua, que se le dieran ropas nuevas y limpias, y que se le cobijara con esmero para que no pasara frío esa noche.

A la mañana siguiente, cuando el rey acudió a primera hora del día a ver a su invitada, la habitación donde la anciana se había hospedado, se encontraba vacía. La cama estaba tendida y los muebles tapados, como si nunca, en muchos años, hubiera estado alguien en ese lugar. La reina le reprochó su acto, y se alejó del lugar con una mirada altanera, y pidiendo que no se hablara más del asunto. La corte del rey se alejó igualmente, fingiendo que nada había pasado.

Pero el rey, permaneció todo el día encerrado en esa habitación. Caminó describiendo círculos en la alfombra llena de polvo, y corrió las cortinas para que la luz del sol entrara, iluminando el lugar. Abrió las ventanas para que corriera la brisa, y respiró profundamente en frío aire. Se encontraba confundido, y no entendía como había sido que la anciana hubiera desaparecido así sin más.

Cuando estaba por irse, un pequeño ruiseñor entró volando por la ventana, y se posó gentilmente en las almohadas de la cama. El rey lo miró curioso: del pico del pequeño ruiseñor, prendía un pedazo de pergamino, con una cinta roja.

El ruiseñor dejó la carta en la cama, y así como había entrado a la habitación, rápida y elegantemente, de la misma forma salió de ahí. El rey se acercó temerosamente, pero igualmente curioso, a la cama, tomó la carta, y con dedos temblorosos la abrió. La carta, decía así:

Para el Rey Armando (porque así se llamaba el rey):

Te agradezco mucho la hospitalidad de la pasada noche para con esta pobre anciana. Agradezco infinitamente las atenciones y el trato amable, como si me tratase yo de un igual, cosa que no puedo serlo ante usted, su majestad.

Por tanto, es mi deber informarle, que ha demostrado usted ser una persona de gran corazón. Ayudar a esta noble hada que escondía su verdadero yo, lo ha expuesto a usted como digno del deseo que mora en su corazón.

He visto en sus ojos su alegría, su tristeza, he podido ver sus deseos y aquello a lo que le teme. Mis poderes son grandes, pero no muy extensos, y es por ello que sólo puedo ofrecerle, a cambio de su amabilidad, el deseo que su corazón pide a gritos.

Su mujer, aquella que se ha negado a ofrecerme asilo, será castigada con el deseo que su corazón, mi buen rey, anhela. Usted y su mujer, serán concedidos con el regalo que es el nacimiento de una hermosa niña. Una princesa digna de su palacio. Así como seguramente usted debe ya saber, noble rey,  su mujer no desea el nacimiento de esta pequeña niña. Es por eso que le doy yo esta oportunidad de tener a su amada princesa, pero le advierto, que depende de usted la felicidad de la pequeña.

No me queda más que agradecerle nuevamente el permitirme volver con bien a mi reino. Si alguna vez, por causas adversas, termina topándose su camino nuevamente con el de un hada, no dude en que recibirá igualmente el trato y la atención que usted me ha brindado. Pregunte por la Reina Antoinelle, quien le tratará como su igual.

Atentamente:
El hada Monique

El rey terminó de leer, atónito, y sin saber si creer o no. Se dobló la carta y la guardó en su bolsillo, y salió de la habitación, con la cabeza llena de preguntas sin respuesta. Había escuchado muchas historias fantasiosas sobre hadas, pero no estaba completamente seguro de si creía en ellas o no. Se encontraba escéptico, pero igualmente deseoso de creer que era verdad, ya que, como la carta le había expuesto, era su más grande deseo convertirse en padre. Y más que nada, más que querer un príncipe que continuara con su reinado, quería una princesa, para colmarla de alegrías y protegerla como la pequeña flor que sería.

Así como se guardó la carta en el bolsillo, el rey se guardó el conocimiento que esta traía, y no dijo nada a su corte, ni a sus asesores, ni a su misma reina. El rey se quedó callado, y expectante, a lo que pudiera ocurrir, 9 meses después.

Y 9 meses después, la princesa Amelié nació.

3 de diciembre de 2010

The Count

"Desde que tenía memoria, Melissa tenía una manía. Si, seguro que tú también tienes una de esas. Hay gente cuya manía es acomodar las crayolas por órden en la gama de colores, otros cuya manía consiste en acomodar los cubiertos a la misma altura en la mesa, y otras gentes que prefieren depender de acomodar libros o discos por órden alfabético y hasta cronológico.

Pero la manía de Melissa es algo diferente. De hecho, no sé si debí llamarla manía, pero no se me ocurre otra palabra mejor para describirla.

Podemos empezar a describir este caso particular cuando Melissa tenía 6 años, y había querido salir a jugar con su padre al jardín delantero de la casa. Y papá dijo que no. Así que Melissa se guardó las ganas y la pelota, mientras subía las escaleras de la casa para dirigirse a su habitación, rebotando la pelota en cada peldaño, y contando los pasos. “Entretente en otra cosa, estoy ocupado” había sido la respuesta de su padre.

Así que después de contar los 16 escalones que la llevaban al piso superior, y los 14 pasos que la separaban de la puerta de su habitación, dejó caer la pelota, la cual rebotó 12 veces hasta llegar a un rincón donde se detuvo, y miró a la ventana. Se apoyó en el alfeizar de ésta, mientras contemplaba como 10 pajaritos se alejaban del árbol que estaba frente a ella, 8 hojas caían silenciosamente: el otoño teñía todo de marrón. 6 autos pasaron por la calle de enfrente, y 4 niños cruzaban la calle para ir a jugar futbol. Melissa cerró los dos ojos y se acostó en la cama.

Y fue así como su manía nació.

Si, les dije que su manía es algo rara, pero, ¿qué puedo hacer yo?

Ahora, Melissa acababa de cumplir los 21 años. Un orgullo para papá, aún una bebé para mamá. Melissa había tenido, hasta entonces, un total de 4 ex novios, y un novio actual. Mientras contaba los usuales 16 escalones y 18 pasos que la separaban de la cocina a su habitación, pensaba en aquellos pocos chicos con los que su vida había llegado a estar tan unida. Sacó de la bolsa de papel la dona que había comprado en la panadería de la esquina (separada de su casa por 37 respiraciones), y le dio un par de mordidas. Se acercó al computador, y lo encendió. 13 segundos después, tecleaba su contraseña (de 14 dígitos) y un par de parpadeos más tarde, se acostó en la cama, aún masticando la dona, que colgaba de su mano derecha.

No supo porqué en ese momento se acordó de sus ex novios. Miró por la ventana: 2 pajarillos revoloteaban frente a ella, y se posaban en el árbol, el cual dejó caer 5 hojas marrones lentamente hacia el montón que seguramente esperaban ya abajo. Otoño. Melissa odiaba el otoño. Ignoró las 7 nubes que tenían curiosas formas, y se asomó por debajo de la cama: ahí había una caja de cartón, la cual salió lentamente de debajo de la cama, cuando Melissa dejó la dona en el buró, y la jaló.

La caja prontamente fue abierta. Ahí estaban todos sus recuerdos que, extrañamente, aún conservaba de sus ex novios. Recuerdos, promesas y regalos. Todo estaba en esa caja empolvada. Melissa empezó a sacar una que otra cosa, y mientras los limpiaba un poco, reflexionaba.

Lo primero que salió, fue un osito de peluche color café caldero. Regalo de su primer ex novio. David, se llamaba. Melissa le había detectado una constancia a la hora de comer: daba 5 cucharadas al plato, y tomaba un trago de agua. También recordó su manía por tocar la guitarra durante 25 minutos, todas las noches. Y no pudo olvidar la costumbre de aguantar la respiración durante 10 segundos antes de entrar a la casa. Dejó el oso aún lado.

Después, sacó de la caja un pequeño joyero, regalo del segundo ex novio. Él se llamaba Josué, y tenía la manía de ponerse el sweter 3 veces antes de salir de casa. También cuando estornudaba, lo hacía siempre 6 veces, y sobre todo, las 9 palabras altisonantes que formulaba siempre que tenían una discusión. El joyero quedó junto con el oso.

Posteriormente, de la caja, salió un prendedor para cabello, en forma de rosa negra. Melissa le dio vueltas entre los dedos, mientras recordaba al tercer ex novio, de nombre José. Si, Melissa también le había detectado ciertos patrones a él, como los 4 movimientos que bastaban para estacionar el auto, o los 8 besos que le daba en cada ida al cine. También estaban las 12 rosas rojas que le regalaba en cada aniversario. El prendedor encontró su sitio entre el joyero y el oso de peluche color caldero.

Del fondo de la caja, surgió una copia del libro del principio, si, regalo del 4to ex novio. Se llama Jesus, y así como los 3 anteriores, tenía ciertas manías que Melissa había encontrado prontamente. Jesus acostumbraba tomar los vasos de agua en 6 tragos, le tomaba 12 minutos tomar decisiones difíciles, y acostumbraba pedir perdón 18 veces, cuando metía la pata.

Y así como el resto de los regalos, el libro cayó junto con ellos. Melissa se recostó en la cama, mirando al techo, y las 5 estrellas doradas que lo adornaban. Miró la hora en su reloj de la pared. Eran las 8:00. El novio actual se había comunicado con ella en todo el día.

Melissa se sentía inquieta, repentinamente se había dado cuenta, su novio actual, no tenía manías. No había patrones. Estaban por cumplir un años juntos, y en todo ese tiempo, Melissa no había encontrado algún patrón en sus acciones, en su rutina diaria. El único patrón que había encontrado la alteraba, y esperaba que ojalá y estuviera equivocada.

El novio actual tenía la costumbre de decir “te quiero” 10 veces al día. Al principio era bonito, después se volvió perturbador. 10 veces, ni una más, ni una menos. Si aún no llegaba medio día, y él ya las había dicho, no volvía a repetir esas dos palabras hasta al día siguiente. Y no importaba cuantas veces Melissa lo pidiera, de sus labios nunca había salido una 11va ocasión. Y después, cuando el novio actual empezó a decir “te amo” la cuenta se redujo a 5.

Si estaban a media velada romántica, y Melissa le pedía que dijera te amo, por 6ta ocasión en el día, él simplemente se negaba, y no volvía a decir nada romántico o tierno.

Melissa se incorporó rápidamente, y se sentó en la cama. Tomó los recuerdos y volvió a dejarlos caer en la caja, la cual volvió a quedar escondida bajo la cama. La dona glaseada regresó a la bolsa de papel, y Melissa, dejando el computador encendido, y tomando las llaves del auto, volvió a bajar los 16 escalones, y a dar los 14 pasos que la separaban de la cochera. La puerta del garaje tardó en abrirse 12 segundos, y 10 minutos después, se encontraba llegando a la casa del novio actual. Se lo pensó 8 veces si tocar y esperar a que abriera, o simplemente usar la copia de las llaves que le había dado, 6 meses antes. Corrió hacia la puerta de la casa, y 4 segundos después, estaba ya adentro. No se lo pensó dos veces, y simplemente entró.

Caminó en silencio. La casa estaba muy tranquila, y algo en ella la inquietaba. Se asomó a la cocina; no había nadie. Escuchó pasos en el piso de arriba. Pensó en gritar el nombre de su novio, para hacerlo bajar, pero algo le dijo que era mejor llegar de sorpresa. Se quitó los zapatos, y subió las escaleras de puntitas. Extrañamente, contuvo la respiración también. Llegó al pasillo del 2do piso, y giró a la izquierda. La puerta del cuarto de su novio estaba ligeramente abierta. Escuchó risitas; risitas femeninas. Se le erizó el vello de la piel. Se acercó aún más lento. La puerta entreabierta sólo mostraba el espejo de cuerpo completo, en el cual se reflejaba…

Su novio se encontraba sentado en la cama, con una chica pelirroja y de piel muy pálida. Ambos desnudos, ambos abrazados, ambos recorriéndose la piel, besándose con ganas, tocándose con los ojos cerrados. La chica se recostó en la cama: su larga cabellera se extendió por las almohadas. Él se recostó sobre ella.

“Me dices si te duele” susurró él, pero lo suficientemente alto como para que Melissa, quien aún estaba detrás de la puerta, lo escuchara todo.

La pelirroja asintió con la cabeza. El chico entró lentamente en ella, mientras ella gemia. Melissa apretó los puños y se mordió el labio. Sin embargo, no apretó los ojos: no sentía ganas de llorar.

Dejó caer los converse a medio pasillo, y bajó las escaleras haciendo mucho ruido. Los gemidos y risitas dentro de la habitación se detuvieron. Melissa cerró la puerta delantera de la casa, dando un portazo, y un par de segundos después, se encontraba ya dentro del auto, arrancando, para irse a casa.

Melissa tenía su manía, no podía evitar contar todo lo que pasara por delante de ella. Conocía de este modo, las manías que la gente escondía para sí mismas. Los conocía más de lo que ellos sabían. Soportaba las manías de acomodar los colores, de organizar los discos y libros por orden alfabético y cronológico; entendía la manía de respirar profundamente cierta cantidad de veces antes de entrar a un examen, comprendía la manía de masticar la comida 20 veces y luego tragar. Confiaba en esas personas, porque de este modo, controlaban sus miedos, sus ansiedades. Confiaba en ellas, porque las comprendía. Pero nunca, nunca más, volvería a confiar en alguien que necesitara tener un control sobre los sentimientos, porque esta clase de manía era indiscutible. No volvería a tener algún novio que le dijera “te amo” o “te quiero” cierta cantidad de veces en el día. No volvería a confiar en alguna persona que, para fingir cariño, tuviera que ser tan controlador con sus acciones."