The Gringotts

Entra, desconocido, pero ten cuidado

con lo que le espera al pecado de la codicia,

porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,

deberán pagar en cambio mucho más,

así que si buscas por debajo de nuestro suelo

un tesoro que nunca fue tuyo,

ladrón, te hemos advertido, ten cuidado

de encontrar aquí algo más que un tesoro...


10 de diciembre de 2010

La Mademoiselle Et Le Prince: Chapitre 1

La Mademoiselle Et Le Prince

Chapitre 1
Un royaume loin, très loin

Había una vez, en un reino muy, muy lejano, en una tierra fértil y con grandes planicies de aire libre; con valles y bosques, montañas y praderas, cerca del mar azul turquesa, un reino prolífico que era gobernado por un benevolente rey, y su reina, una dama muy fina.

El rey y la reina vivían en un flamante castillo con altos muros y torrecillas elegantes. Su palacio estaba ubicado en lo alto de una montaña, y en él, habitaban tanto el rey y la reina, como su corte imperial. El castillo era un lugar tranquilo y alegre, y la gente del palacio, así como los pueblerinos y campesinos, eran personas sencillas y alegres.

Todos, excepto la reina.

El rey se caracterizaba por ser amable, bondadoso y por pensar en los demás, antes que en el mismo, al momento de tomar sus decisiones. Era de baja estatura y un estómago prominente. Su cabello era negro, pero ya mostraba zonas grisáceas, y su bigote gracioso, no lograba opacar sus enigmáticos ojos grises.

La reina, por otro lado, era cruel y fría. Alta y delgada, con una piel pálida, largo cabello rubio y ojos azules, gozaba de hacer sentir menos a los demás. Le gustaba ser siempre el centro de atención, y cosa que quería, la conseguía. La reina no tenía sentimientos por nadie más que por ella misma, y en ocasiones por el rey, pero esto sólo ocurría cuando se encontraba interesada en algo, y su esposo podía proporcionárselo. Aparte de eso, los reyes casi nunca cruzaban palabra alguna. Después de todo, lo suyo había sido un matrimonio por conveniencia para unificar dos reinos.

El rey y la reina tenían ya varios años de “dulce” matrimonio; sin embargo, la reina no había podido darle aún un primogénito al rey, más que nada a que la reina se negaba a ser madre. Por otro lado, el rey se encontraba ya preocupado ya que no tenía un heredero que ocupara su lugar cuando el muriera, y por más que intentaba convencer a su mujer, esta se negaba a darle hijo alguno.

Así pasaron varios años, hasta que, una noche de frío invierno, una anciana llegó al castillo, pidiendo refugio por una noche.

-Vengo de un reino muy, muy lejano –se explicó la anciana, quien temblaba a causa del frío intenso-. No tengo familia en estas tierras, y estoy solo de paso. Si su majestad, se tentara el corazón y le diera asilo a esta pobre vieja, solo por una noche, le pagaré con creces la ayuda extendida.

La reina inmediatamente se quejó y negó rotundamente.

-No puedes permitir que semejante pordiosera entre al castillo –le dijo al rey-. No es digna siquiera de mirar los altos muros, y no sabemos si es espía de algún reino enemigo. Que se vaya –dijo como última palabra.

Pero el rey, negándose por vez primera a las peticiones de su mujer, le abrió las puertas del palacio a la anciana, y la dejó entrar, colocándola en uno de los mejores aposentos que tenía el castillo. Ordenó que se le llevara comida y agua, que se le dieran ropas nuevas y limpias, y que se le cobijara con esmero para que no pasara frío esa noche.

A la mañana siguiente, cuando el rey acudió a primera hora del día a ver a su invitada, la habitación donde la anciana se había hospedado, se encontraba vacía. La cama estaba tendida y los muebles tapados, como si nunca, en muchos años, hubiera estado alguien en ese lugar. La reina le reprochó su acto, y se alejó del lugar con una mirada altanera, y pidiendo que no se hablara más del asunto. La corte del rey se alejó igualmente, fingiendo que nada había pasado.

Pero el rey, permaneció todo el día encerrado en esa habitación. Caminó describiendo círculos en la alfombra llena de polvo, y corrió las cortinas para que la luz del sol entrara, iluminando el lugar. Abrió las ventanas para que corriera la brisa, y respiró profundamente en frío aire. Se encontraba confundido, y no entendía como había sido que la anciana hubiera desaparecido así sin más.

Cuando estaba por irse, un pequeño ruiseñor entró volando por la ventana, y se posó gentilmente en las almohadas de la cama. El rey lo miró curioso: del pico del pequeño ruiseñor, prendía un pedazo de pergamino, con una cinta roja.

El ruiseñor dejó la carta en la cama, y así como había entrado a la habitación, rápida y elegantemente, de la misma forma salió de ahí. El rey se acercó temerosamente, pero igualmente curioso, a la cama, tomó la carta, y con dedos temblorosos la abrió. La carta, decía así:

Para el Rey Armando (porque así se llamaba el rey):

Te agradezco mucho la hospitalidad de la pasada noche para con esta pobre anciana. Agradezco infinitamente las atenciones y el trato amable, como si me tratase yo de un igual, cosa que no puedo serlo ante usted, su majestad.

Por tanto, es mi deber informarle, que ha demostrado usted ser una persona de gran corazón. Ayudar a esta noble hada que escondía su verdadero yo, lo ha expuesto a usted como digno del deseo que mora en su corazón.

He visto en sus ojos su alegría, su tristeza, he podido ver sus deseos y aquello a lo que le teme. Mis poderes son grandes, pero no muy extensos, y es por ello que sólo puedo ofrecerle, a cambio de su amabilidad, el deseo que su corazón pide a gritos.

Su mujer, aquella que se ha negado a ofrecerme asilo, será castigada con el deseo que su corazón, mi buen rey, anhela. Usted y su mujer, serán concedidos con el regalo que es el nacimiento de una hermosa niña. Una princesa digna de su palacio. Así como seguramente usted debe ya saber, noble rey,  su mujer no desea el nacimiento de esta pequeña niña. Es por eso que le doy yo esta oportunidad de tener a su amada princesa, pero le advierto, que depende de usted la felicidad de la pequeña.

No me queda más que agradecerle nuevamente el permitirme volver con bien a mi reino. Si alguna vez, por causas adversas, termina topándose su camino nuevamente con el de un hada, no dude en que recibirá igualmente el trato y la atención que usted me ha brindado. Pregunte por la Reina Antoinelle, quien le tratará como su igual.

Atentamente:
El hada Monique

El rey terminó de leer, atónito, y sin saber si creer o no. Se dobló la carta y la guardó en su bolsillo, y salió de la habitación, con la cabeza llena de preguntas sin respuesta. Había escuchado muchas historias fantasiosas sobre hadas, pero no estaba completamente seguro de si creía en ellas o no. Se encontraba escéptico, pero igualmente deseoso de creer que era verdad, ya que, como la carta le había expuesto, era su más grande deseo convertirse en padre. Y más que nada, más que querer un príncipe que continuara con su reinado, quería una princesa, para colmarla de alegrías y protegerla como la pequeña flor que sería.

Así como se guardó la carta en el bolsillo, el rey se guardó el conocimiento que esta traía, y no dijo nada a su corte, ni a sus asesores, ni a su misma reina. El rey se quedó callado, y expectante, a lo que pudiera ocurrir, 9 meses después.

Y 9 meses después, la princesa Amelié nació.