The Gringotts

Entra, desconocido, pero ten cuidado

con lo que le espera al pecado de la codicia,

porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,

deberán pagar en cambio mucho más,

así que si buscas por debajo de nuestro suelo

un tesoro que nunca fue tuyo,

ladrón, te hemos advertido, ten cuidado

de encontrar aquí algo más que un tesoro...


3 de diciembre de 2011

Love Stories

En un mundo con más de 7 mil millones de habitantes, y creciendo de manera exponencial, puede resultar cómica, inclusive ridícula, la idea anticuada de encontrar a tu media naranja, a tu alma gemela, a tu persona especial. Gustes como gustes llamarla.

Aun así, en este mundo moderno, existen personas que nacen, crecen y mueren con esta idea ridícula. Monique era una de ellas.

Para empezar, Monique vivía en la ciudad de New York. Esto supone unas 8 millones de personas, de la cual, Monique solo quería encontrar a una: su verdadero amor.

Monique era hija de un gran empresario y una modelo retirada. Mientras que su padre pasaba meses en el extranjero, platicando con grandes empresarios y gente de poder, su madre se mantenía los mismos meses encerrada en su habitación, con horribles dolores de cabeza, y espasmos. Por lo tanto, Monique se pasaba sus meses, encerrada en la biblioteca, donde su mente fue excesivamente contaminada con los relatos de Jane Austen, Nicholas Sparks, un poco de dramatismo gracias a Shakespeare, entre otros.

Día a día, Monique se imaginaba a sí misma en una gran novela romántica, donde su príncipe azul, en forma mundana de pueblerino sin hogar, vendría a rescatarla de la monotonía que era su vida, para llevarla a un paraíso en donde sólo estuvieran ellos dos.

Sin embargo, es aquí donde la fantasía de Monique, encontró la realidad.

John era un chico común y corriente, nacido y criado en New Jersey. Había tenido una vida difícil, criado por un padre borracho y una madre adicta a las drogas. Podría decirse que John era el único motivo por el que aquel par de vacas tenían siempre comida a la hora de la cena. Claro, si se le puede llamar comida a un par de manzanas y una hogaza de pan rancio.

Pero es que John no podía aspirar a más. El pequeño pueblo en donde vivía, no tenía muchas cosas que ofrecer. John sobrevivía trabajando en la única gasolinera del pueblo. Cada dólar que ganaba, encontraba al final del día espacio en la pequeña lata de chícharos que John ocultaba en su casillero. Había dejado la escuela a los 12 años, y desde entonces, se dedicaba a limpiarlos parabrisas de los escasos autos que llegaban al lugar. Aún así, durante todos esos años, no había tenido que sacar ni un solo dólar de la lata, puesto que las manzanas viejas y la hogaza de pan, de todos los días, eran regalos que las señoritas del pueblo le obsequiaban.

Y es que John sabía echar mano de sus dos únicos talentos: su belleza insuperable y su facilidad de palabra. Con estas dos armas mortales, tenía siempre lo que quería.

Fue por ello que desde muy pequeño, el mismo se dio cuenta de su potencial, así que dejando la escuela y trabajando en la gasolinera, hasta los 18 años, John un día tomó su lata de chícharos, y salió del pueblo sin decir nada a nadie. En su mente, sólo tenía un objetivo: llegar a New York, y volverse importante.

Llegó a New York el 13 de Febrero. Gran parte de sus ahorros se vio desaparecida después de entrar a una pequeña boutique y comprarse un par de trajes. Inclusive con el gran descuento que le había hecho la chica del mostrador, sus ahorros se vieron considerablemente afectados. Y sin embargo, John consideraba que ya había trabajado suficiente por el resto de su vida en aquella horrible gasolinera.

Así que pasó el resto de la tarde, visitando todas las cafeterías que encontró, sonriéndole a señoritas desconocidas e invitándoles una taza de café y un postre. John no decía nada sobre sí mismo, pero aquellas encantadoras muchachitas platicaban sin parar. Y aquello era importante para John, puesto que al final de cada “cita” las chicas se sentían tan felices y comprendidas, que no dudaban en pagar la cuenta.

Y el 13 de Febrero fue el día gratis de John.

El 14 de febrero fue completamente diferente. En el sentido en que esta vez no hubo alrededor de 50 chicas. Ese día hubo solo una.

Monique había decidido dejar la biblioteca aquella tarde. Nada indicaba más un enamoramiento a primera vista y un amor romántico de telenovela, que el día de San Valentín. Y si quería encontrar a su príncipe azul escondido tras la máscara de un simple pueblerino, entonces tenía que tomar su desayuno no en su lujosa habitación, sino en una cafetería modesta del centro de la ciudad.

Y ahí fue a donde sus pies (y su mente) la dirigieron esa mañana.

Cuando entró al local, no fijó su vista en nadie. Se encontraba demasiado nerviosa, puesto que aquella sería la primera vez que intentaría perseguir su sueño del “verdadero amor”. Sin embargo, es en estos casos en que el destino mete la mano, y John, sentado en una esquina del local, bebiendo un poco de té, pudo ver a Monique perfectamente.

Para John, Monique hubiera sido cualquier otra chica que pudiera invitarle una buena comida, y una hora de risas flojas y una plática “amena”. Sin embargo, mientras la veía de reojo, pudo vislumbrar un bolso algo caro, y cómo la chica pagaba una simple taza de café, con una tarjeta de crédito dorada. Sin lugar a dudas, la chica estaba enterrada hasta el cuello con dinero, sino es que más arriba. Pero era eso, el dinero, lo que John justamente necesitaba, por lo que empujó su vaso de té a una orilla de la mesa, y se levantó. Siguió a Monique a una distancia prudente, y cuando la chica se sentó hasta el otro lado del local (enterrando la cabeza detrás de un libro) John contó hasta diez, y se presentó.

Monique levantó la vista lentamente al escuchar el débil carraspeo de John. Sus mejillas se encendieron al ver sus hermosos ojos verdes y su cabello rubio y ondulado. Su media sonrisa le daba un toque muy sensual, y el traje gris que usaba en esos momentos aumentaba considerablemente su atractivo.

“El lugar está completamente lleno” fueron sus palabras. Era como si el chico estuviera hablando con una vieja conocida, y Monique sintió sus mejillas enrojecer aún más. Su voz era increíblemente atractiva, y aunque la chica pudo ver de reojo que había aún un par de mesas libres en el local, simplemente asintió con entusiasmo, dándole a entender al rubio que podía sentarse sin ningún problema en su mesa.

Los primeros segundos fueron incómodos. Monique se sentía tentada a volver a esconderse detrás del libro, pero eso era algo que John no se atrevería a dejar pasar.

“Mi nombre es John” se presentó el primero. “Monique” respondió ella en un tono de voz algo bajo, haciendo que John se acercara un poco a ella para escuchar su dulce voz. Esto provocó que el tono rojo tomate de Monique se extendiera hasta su frente.

Sobra decir que Monique y John pasaron el resto de la tarde juntos. John simplemente dijo que no era de la ciudad, y esto bastó para que Monique lo llevara a diferentes parques y tiendas, para conocer lo mejor de la ciudad. John era muy bueno para escuchar, y Monique tenía tantas ideas y sueños en la cabeza, que le era imposible quedarse callada. Las horas pasaron volando, y muy pronto oscureció. John acompañó a Monique a tomar un taxi, y mientras se despedían, prometieron volver a verse al día siguiente, a la misma hora, en la misma cafetería.

Sin embargo, al día siguiente, Monique, al ser la primera en llegar, compró dos lattes y esperó a John en la entrada de la cafetería. Cuando el chico llegó, Monique le puso un café en la mano, y ambos salieron a caminar por la ciudad. Pasaron gran parte de la mañana mirando la superficie cristalina de un lago, y cuando los lattes se hubieron terminado, se recostaron en la hierba a ver las nubes.

El rápido movimiento de John, al tomar la mano de Monique, fue algo acertado. La chica nuevamente se sonrojó, y apenas podía seguir la conversación, puesto que su corazón latía demasiado a prisa. Al final del día, mientras John la acompañaba a esperar un taxi, la chica se despidió dándole un tierno beso en la mejilla. Y prometieron volver a verse al día siguiente.

Ocurrió más o menos una semana después. Para John, era suficiente tiempo como para que Monique se hubiera enamorado ya de él, por lo que no tenía sentido esperar más. Mientras caminaban por un frondoso parque, deslizó su mano en la de ella, y Monique no lo rechazó. Siguieron caminando así, tomados de la mano, durante una media hora. Fue entonces cuando le hubieron dado ya toda la vuelta al parque, cuando John se detuvo, y Monique lo hizo también.

La miró directamente a los ojos. Monique sintió un ligero tono rosa melocotón extenderse en sus mejillas pálidas.

El discurso de John fue todo lo que Monique siempre había deseado escuchar. Aunque la chica había soñado con tales palabras toda su vida, aún así hicieron que su cara se pusiera de un rojo tomate verdaderamente intenso, y actuando de la manera en que todos sus libros le decían que era el modo adecuado, se colgó del cuello de John y lo besó tiernamente, mientras susurraba “sí, me encantaría ser tu novia”.

Fue a partir de entonces, en que el mundo de Monique se volvió simplemente John. La chica le celebró su primera semana juntos, regalándole un teléfono celular (puesto que John no tenía uno) y ella estaba deseosa de poder comunicarse con él siempre que fuera necesario. Para John, fue demasiado fácil aceptar el regalo, sobre todo porque nunca había tenido nada, y de repente se encontraba con un celular extremadamente lujoso entre sus manos, y completamente gratis.

A las dos semanas, en una plática casual, John reveló que no tenía demasiada ropa que ponerse, puesto que había huido de casa con apenas lo necesario, y era por ello que siempre usaba los mismos trajes. Monique, compadeciéndose de su pequeño pueblerino, lo guió a través de una serie de boutiques, donde el chico salió con un guardarropa completamente nuevo.

Al mes, Monique le regaló una colección de corbatas, regalo que John aceptó modestamente, pero realizando un pequeño comentario que no dejó de revolotear en la cabeza de Monique, durante un par de horas. “Me regalas tantas cosas y yo no puedo ofrecerte nada. Soy un don nadie, un pobretón. Soy nada comparado contigo”. Y fue así, como al día siguiente, John tenía un trabajo de secretario en una de las tantas oficinas de su padre.

La verdad era que John no trabajaba en absoluto. Podía darse el lujo de no ir a la oficina, y aún así recibir su salario cada quince días. Y la verdad era que a Monique tampoco le importaba, puesto que todas aquellas horas que John no pasaba en la oficina, las pasaba con ella.

John, acostumbrado con su lata de chícharos, guardaba todo aquel dinero sin tocar casi absolutamente nada, puesto que Monique seguía siendo la que pagaba todo. Las comidas, las salidas, los regalos caros. Y es que Monique era tan sencilla, que le bastaba una simple caja de chocolates, un pequeño oso de peluche, o una simple rosa, cada mes.

Si, lo sé. Esta no es una historia de amor que se diga perfecta. A decir verdad, nunca dije que fuera una historia de amor. Es en este momento en que las amigas de Monique hacen aparición. Amber y Lily. Las dos, señoritas repipi de sociedad que gustan de criticar la vida de los demás a sus espaldas. De todos menos de Monique. Claro, hasta que conocieron a su novio John.

Y es que Amber y Lily no pudieron simplemente apartar los ojos del rubio. John era tan perfecto que aunque hubieran querido, no hubieran podido apartar los ojos de él. John conoció a Amber y a Lily cuando llevaba saliendo con Monique, 3 meses.

Para entonces, John se encontraba ya algo cansado de Monique. Y es que ella aún era una pequeña niña por dentro, y John era todo un “hombre” que necesitaba a una “mujer”. Si, John necesitaba sexo, y esa era la única cosa que Monique no le daría, puesto que la chica quería esperar hasta el matrimonio. Como todas sus novelas románticas decían.

Fue por eso que a John no le pasaron desapercibidas las miradas lujuriosas de Amber y Lily, y apenas estuvo seguro de que nunca comentarían nada con Monique, podría disfrutarse con ambas y aun tener el dinero y los regalos caros que Monique le procuraba.

Y así pasaron unos 4 o 5 meses.

Fue entonces, cuando pasó algo. Lily, que de cierto modo también había crecido en el abandono de sus padres, y leyendo literatura (quizá no de tan alta calidad y problemas mentales como Monique) empezó a sentir un poco de culpabilidad en su interior. No podía negar que el sexo con John era increíble, pero estaba empezando a hartarse de los constantes tríos con Amber, sobre todo cuando en su mente explotaba la idea de que se estaba metiendo con el novio de su mejor amiga.

Ocurrió en una tarde de Noviembre. Lily le pidió a Monique que la acompañara a tomar un café. Ellas solas, como mejores amigas. Lily no le dio permiso (ni tiempo) a Monique de avisar a john que no podrían verse ese día. Mientras que a Monique le preocupaba la idea de no poder avisarle a su príncipe azul, a John le vino de perlas. Llamó a Amber alrededor de las 8 de la noche, y ambos acordaron no salir del departamento de John.

Lily no sabía cómo abordar el tema con Monique, por lo que primero tomaron un café matutino en una pequeña cafetería. Después, fueron de compras, gastando su dinero en ropa y calzado nuevo y caro, y finalmente, después de dejar todas las bolsas y paquetes en casa de Monique, salieron nuevamente, esta vez a dar una vuelta por el parque.

Fue entonces cuando Lily sintió un nudo formarse en su garganta. Debía hablar, y debía hacerlo en ese momento. “John te ha estado engañado” fue la manera más sutil en que pudo decirlo. Monique se detuvo en seco, y le dirigió un leve gesto de despreocupación, mientras volvía a caminar. Pero Lily la sujetó de la muñeca. “Lo digo en serio. Con Amber. Conmigo” el tono de voz de Lily era muy serio, y Monique pudo ver un poco de miedo y preocupación en sus ojos. Y ambas emociones se incrustaron en el corazón de Monique.

Sin embargo, ella seguía sin poder creerlo. Se sentó temblorosa en una banca del parque, sujetándose la cabeza con ambas manos, y con la vista fija en el piso. “No tienes que creerme si no quieres” le susurró Lily sentándose a su lado “pero puedo probártelo”. A pesar de haberse confesado a sí misma como culpable, Monique no podía desconfiar de su mejor amiga, por lo que simplemente se dejó tomar de la mano de Lily, y ambas chicas caminaron hasta salir del parque. La noche había caído ya. Eran las ocho en punto.

Lily llamó a un taxi, y ambas chicas subieron a él. Monique no podía hablar, así que fue Lily la que dio al taxista la dirección de John (un departamento que Monique le había comprado hacía unos cuantos meses) y ambas chicas bajaron lentamente, escondiéndose entre los contenedores de basura, en la acera de enfrente, resguardándose en la oscuridad.

No tuvieron que esperar mucho tiempo. Aproximadamente unos diez minutos después de esconderse, una alta figura se detuvo frente a la puerta del departamento. Cuando la puerta se abrió, ambas chicas pudieron ver (gracias a la luz del pórtico) a un John semidesnudo, besando ardientemente a Amber en los labios, después en el cuello, hasta los hombros. Las chicas no pudieron ver nada más, pues mientras Amber brincaba para colgarse de John, el chico volvió a entrar al departamento, y cerró la puerta.

A la mañana siguiente, Monique no quería salir de la cama. Estaba consciente de lo ocurrido la noche anterior, y de la culpa que tenían Amber y Lily, y sin embargo, no podía odiar a sus mejores amigas. En realidad, tampoco podía odiar a John. Se odiaba a sí misma, se culpaba a si misma, por ser tan ciega y tonta. Y lloró toda la mañana, escondiéndose entre las cobijas, y abrazando a sus almohadas.

Fue alrededor de las dos de la tarde cuando se dignó a levantarse de la cama. Su primero movimiento fue dirigirse a la biblioteca, donde tomó el teléfono y marcó a las oficinas de su padre, donde trabajaba John. “Su despido inmediato” le dijo a la secretaria que contestó el teléfono “quiero que le corte el sueldo, desde este mismo instante. Y tiene prohibido volver a contratarlo en cualquier otra parte”. Al colgar, volvió a levantar el auricular, automáticamente. “Todo se queda adentro” dijo a la persona que contesto “la ropa, los muebles, todo. Él es lo que quiero afuera. En este mismo instante” y nuevamente colgó. No permitiría a John quedarse en el departamento que ella le había comprado, no le permitiría quedarse con ninguna de las ropas que ella misma le había comprado, tampoco podría quedarse ni un solo mueble, ni un plato, ni un disco. Nada.

Entonces, revolviendo su cabello, se giró a contemplar los libros que componían su biblioteca. Jane Austen se vio fuera de los estantes en menos de diez segundos. Lo mismo que Nicholas Sparks, Shakespeare, Nicola Cornick, Reneé Carter, entre tantos otros. Todos aquellos libros pasaron una vez más (y esta vez, última) por las manos de Monique. Siendo desgarrados, arrancados de sus páginas, siendo sus letras despedazadas, sus ideas arruinadas, sus sentimientos hechos polvo.

Mientras intentaba reprimir las lágrimas que seguían saliendo de sus ojos, Monique se dirigió de nueva cuenta a su habitación, y guardó un poco de ropa en una maleta. La cerró con fuerza, mientras se limpiaba el rostro con el dorso de la mano.

Salió de su casa apenas media hora después. Ya no lloraba, pero seguía temblorosa. Una de las limusinas de su padre la esperaba pacientemente. Mientras el chofer tomaba su maleta y la colocaba dentro de la limusina, Monique sintió como alguien la sujetaba de la muñeca, con excesiva fuerza. “¿Qué haces?” la voz de John denotaba miedo, y coraje. Monique intentó soltarse, pero John la sujetó aún más fuertemente. Monique emitió un débil quejido, pero perfectamente audible, con lo que el chofer acudió corriendo en su ayuda, propinándole un buen puñetazo a John en el rostro. El rubio joven se desplomó en la acera, soltando a Monique. “¡Me has dejado en la calle!” le gritó mientras Monique subía a toda velocidad a la limusina. “¡Me has quitado el trabajo, y el departamento!” La chica no dio ninguna explicación al abandonado John. La limusina arrancó inmediatamente, llevándola al aeropuerto.

Han pasado veinte años desde que esto pasó. Monique vive ahora en un pequeño departamento, en la ciudad de París. Desde aquella tarde, sus sueños por encontrar a un príncipe disfrazado de plebeyo han caído en el olvido. Ahora, Monique despierta cada mañana con un hombre diferente en su cama. Monique nunca se casó. No cree en esas cosas. Prefiere salir todas las tardes a tomar un café, y por las noches dejarse querer. Nunca se ha enamorado de ningún hombre, y no planea hacerlo. Al principio, todos aquellos franceses creían verdaderamente que Monique podía ser la chica con la que podrían pasar el resto de su vida. Hubo muchos que en verdad la amaron, pero Monique no tenía sentimientos por nadie. Ni siquiera por sí misma. Y fue así como, con el paso del tiempo, Monique se volvió simplemente aquella extranjera con la que podían revolcarse toda la noche, sin ningún compromiso, siempre y cuando se marcharan a primera hora de la mañana al día siguiente.

John, por su parte, volvió a New Jersey. Los años de Casanova le duraron muy poco. Se había negado a trabajar de nueva cuenta en la gasolinera, o en cualquier otro sitio, y el poco dinero que había podido salvar del retiro de Monique, se había agotado al poco  tiempo de volver a su pueblo. Fue por eso que le propuso matrimonio a la primera que se dejó engatusar: Amy. Ambos vivían en un pequeño remolque, en las afueras de la ciudad. John no trabajaba, Amy era la que conseguía el dinero. Dinero que se iba mayormente en cervezas para John. Si no fuera por Michael, el pequeño niño de 5 años que tenía que cuidar y mantener, hacía mucho tiempo que Amy hubiera abandonado el remolque, y a John. Pero estaba atada de manos, más bien atada por el corazón, puesto que el pequeño era su vida.

Hay historias de amor que no terminan bien. Hay historias de amor que en realidad no son historias de amor. Como Monique y John, que creyeron que podrían tener una vida perfecta, y terminaron con su mundo completamente destrozado, y odiándose a sí mismos. Hay historias de amor que deberían de no ser contadas nunca. Hay historias de amor que no son historias de amor.

Pero hay otras historias de amor que son dignas de contarse, puesto que transmiten un sentimiento que pocas veces se consigue en un mundo como el nuestro. Historias de amor que en verdad son amor. Hay historias de amor que son un sueño hecho realidad, y en donde verdaderamente el amor triunfa para siempre.

Espero y tú tengas una de esas historias de amor. Espero yo tenerla también.

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